El abrigo

Mi mirada está atrapada en los colores anaranjados del amanecer. El sol empieza a asomarse por entre los árboles. La mañana es fría y un escalofrío recorre mi cuerpo. Me abrazo acariciando las mangas de la camisa e intento controlar los temblores. A mi lado en el banco, colocado con esmero, sigue ese abrigo. Parece que su dueño lo ha olvidado, pero seguro que vuelve a por él. Es nuevo y de buena calidad, de eso estoy seguro; para algo he trabajado cuarenta años en la sección de caballero de los grandes almacenes de la ciudad. Mis dedos se deslizan por él como el que acaricia un objeto delicado que se pudiera romper. No se si ponérmelo o no. Si me lo pongo y llega el dueño me puede acusar de ladrón, y eso si que no, qué disgusto. Tal vez si meto las manos en los bolsillos entren en calor y ese calor me suba por el cuerpo. El corazón me va a mil. No estoy haciendo nada malo pero me siento como si así fuera. Mejor me cercioro de que no me ven… Por aquí no viene nadie y por este lado tampoco. Despacio meto una mano dentro de un bolsillo y luego la otra en el otro. Mis manos entumecidas agradecen el roce de la suave tela del forro. Los dedos de la mano derecha han rozado algo. No pensé que dentro de los bolsillos pudiera haber algo. Saco un trozo de papel con un nombre y una dirección escrita. ¿Serán datos del dueño? Tengo que devolvérselo. Tal vez no se acuerde de dónde lo dejó y el pobre no tenga otro abrigo que ponerse. Además, si me pongo a andar seguro que entro en calor. ¡Ay! No me puedo mover. Será por el tiempo que llevo sentado aquí o tal vez por el frío. Mejor no pensarlo; ahora mi cometido es entregar el abrigo a su dueño. Pero, ¿por dónde empiezo? No conozco esta dirección. Mejor voy preguntando.

¡Qué barbaridad! Llevo todo el día andando con el abrigo en la mano y preguntando la dirección. El estómago me ruge. No he querido parar a comer nada, solo quiero entregar el dichoso abrigo, y parece que por fin he llegado a la dirección del papelito. Este es el número. Como ahora no haya nadie, lo dejo colgado en la puerta y me voy…

Vaya, pues si que parece que haya alguien porque se oyen pasos rápidos hacia la puerta.

Una mujer de mediana edad abre la puerta, con el rostro hinchado de llorar. Contempla al anciano desaliñado, sucio, temblando de frío y con el abrigo en la mano. Entre risas y lagrimas se abraza a él. Aquel hombre desaliñado no entiende nada, ¿todo este número por un abrigo? piensa desconcertado. Sin dejar de abrazarle la mujer le dice: Papá, qué susto nos has dado. Pensábamos que te habíamos perdido para siempre.

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