El amanecer

Como tantos años me siento en la amplia terraza con un café con leche. Cuando ya estoy acomodada, sujetando la taza caliente entre mis manos, miro el horizonte e inundando mis pulmones de esa brisa marina, mi mirada se pierde feliz en aquella vista del inmenso mar. Poco a poco va saliendo el sol, como si estuviera escondido detrás del mar. Me da los buenos días con su radiante luz, alegre de volver a verme, me ofrece sus más bellos colores.

Con sonrisa melancólica, vienen a mi memoria todos los años que habíamos tenido aquella cita. Recuerdo que siendo casi una adolescente mis padres compraron aquel apartamento en la playa. La primera vez que me asomé a aquella terraza del sexto piso me enamoré perdidamente de aquella vista; las olas rompiendo en el espigón, la arena salpicada de sombrillas de colores y el color turquesa del mar. Recordé cuando cumplí los dieciocho años y mis padres me dejaron celebrarlo allí, haciendo una fiesta de pijamas con las amigas. Si ellos supieran que hubo fiesta, pero no precisamente de pijamas… La primera vez que a escondidas llevé a mi novio a conocer mi santuario, porque para mí se había convertido en eso, el lugar donde recargar pilas, meditar, relajarme y a veces en los peores momentos, como cuando faltaron mis padres, mi refugio. Los largos veranos que pasaba con mis hijos, pues en cuanto terminaban las clases en junio ya nos trasladábamos allí, mientras mi marido, el pobre, iba y venía todos los días a trabajar, haciendo casi cien kilómetros diarios. Las divertidas reuniones veraniegas con los amigos, a los que les gustaba ir al apartamento más que a un niño un caramelo… Cuántos años, una vida. Cuando nos jubilamos pasábamos más tiempo aquí que en casa.

Todos esos años siempre fiel a mi cita con el amanecer, se había convertido en algo esencial para mi, era mi amor idílico. El sol está casi por completo por encima de la línea del mar.

—Lo siento, este es nuestro último encuentro —le dije con tristeza a mi adorado amanecer —Desde que mi marido se fue me cuesta mucho venir y mi salud ya no es la que era. Tú sigues igual, año tras año, pero yo ya no soy aquella muchacha que enamoraste con la primera mirada, soy una anciana a quien no le queda mucho tiempo.

Un ruido la despertó, salió corriendo hacia la terraza. Sabía que era la hora en la que su madre se tomaba allí el café. Cuando se asomó lo primero que vio fue la taza rota en el suelo. Se acercó a ella llamándola— ¡mamá, mamá! —Pero no le respondió, tenía los ojos cerrados y en sus labios una sonrisa, su rostro transmitía paz. Se había ido contemplando a su gran amor… el amanecer.

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