El color de mi vida

Siempre pensé que mi color era ese en que todo lo ves perfecto, el que inspira ternura, ingenuidad y hasta ñoñería. Pero buscando en mi memoria los recuerdos siempre aparecen con el verde de fondo. Vienen aquellos viajes de infancia cuando mis padres, cargados de maletas, tiraban de mí, subiéndonos a aquellos trenes con olor a gasoil, cuyos vagones estaban pintados de verde; los compartimentos de ocho personas, donde teníamos que pasar veinticuatro horas de viaje. Despertar, después de mal dormir, estirados si había sitio, en aquellos incómodos asientos, mirar por aquella enorme ventana cubierta de agua condensada que se deslizaba por el cristal como gotas de lluvia, reflejo de sus hermanas al otro lado, y me dejaban ver aquellas alfombras de prados verdes.

Cuando llegábamos a casa de la abuela me sentaba en el mirador. Me daba igual si llovía; mis ojos se llenaban de aquel color intenso, fresco y rebosante de vida. En mis pulmones se mezclaba el olor a lluvia y hierba recién cortada, a monte viejo… Pero también a leche recién ordeñada, al aroma de las sábanas secadas sobre la hierba, colocadas como lienzos inmaculados a los que hay que pintar con sueños. Correr junto con mis primas por diminutas sendas, haciendo mucho ruido, porque entre tanta vegetación sabíamos que nos podía salir una serpiente y hasta un lobo, como aquel que una vez nos miró altivo. Las primeras salidas de adolescente, el primer baile agarrado con un chico…

Ahora, en el mismo mirador bajo la lluvia, contemplo los altos eucaliptos peleando con los pinos por tener un lugar en esa antigua tierra celta; la ría salpicada de bateas; los pesqueros cargados, dirigiéndose al puerto de Marín. Y como siempre el verde intenso presente, acompañándome. Sonrío, todavía con el móvil en la mano, y le digo emocionada: “me publican la novela”. El viejo bosque me contesta con un susurro llenándome de esperanza.