Sentada en el sillón lo contempla. El corazón
y el alma le duelen como si le abandonaran.
Tenía envidia porque sus dulces manos lo pintaron.
Manos que nunca tocará, que nunca la tocarán.
En lo que había sido un lienzo en blanco,
él había pintado un mar azul en calma,
acariciando la barca que sobre él descansa,
con la delicadeza que se toca al ser amado.
Extiende sus velas blancas dejando que el viento
las atuse y la empuje a bailar un ondular
lento con aquel mar azul en calma y enamorado.